No hay nada más gracioso que ver la idílica vida de un publicista en la gran pantalla. Son muchas las películas que nos exponen al resto de miradas como gente triunfadora, agresiva, e incluso depredadora en el terreno de los negocios. Gente que come a menudo en los mejores restaurantes, se reune en torno a gigantescas mesas y habla con su manos libres montado en un MINI o alguna joyita similar. Probablemente eso muestra fielmente lo que queremos ser, pero desgraciadamente, no lo que somos.
Hace mucho tiempo ya que despedimos la época dorada de la publicidad. Erguidos en un viejo andén dijimos adios a aquel tren lleno de grandiosas campañas, cifras multimillonarias y lo peor de todo… credibilidad profesional.
Si bien es cierto que para los que juegan en primera muchos de estos lujos y estereotipos siguen siendo una realidad, no lo es tanto para aquellos de nosotros que luchamos por hacernos un hueco en este mundillo llamado publicidad.
El publicista medio trabaja unas 10 horas al día. 12 ó 14 cuando llega la maravillosa Navidad. Come de tupper o de teleloquesea frente al ordenador sin tener apenas 15 minutos para parar. El publicista medio tiene un coche que heredó o le regalaron, que a veces rompe su monotonía con algún que otro imprevisto que prefiero no mencionar. Se reúne en torno a mesas pequeñas, vive de alquiler o hipotecado hasta las cejas, queda muy lejos eso de los grandes lofts y apartamentos donde todo es de diseño y suena el hilo musical.
El publicista medio intenta recuperar la credibilidad y autoridad profesional perdida. Fruto del estudio y los años de experiencia, de la observación y el bagaje de todo un sector profesional. Pelea y argumenta en torno a mesas pequeñas, por teléfono o con intermediarios buscando lo mejor para su cliente.
Porque hay cosas que no cambian.
Todo lo que hace un buen publicista es siempre por el bien de su cliente. Quien a veces le da la vida… y a veces se la quita.